La hija de su Hijo





  Cuenta R.M. Rilke en un bello poema1 que cuando María subió al cielo nadie se dio cuenta. Discretamente se quedó en un rincón que consideraba el suyo, desde cual contemplaba feliz la gloria de su Hijo. Esto era suficiente para ella. Ahí estuvo desapercibida hasta que un ángel la descubrió y dio la voz de alarma, y se montó un revuelo celestial y todos los ángeles acudieron  para llevarla  cerca de Él.

Una Reina sin joyas ni oropeles, con cientos de títulos que son uno: Madre. Su trono en la tierra es nuestro corazón, y, quizás como en el cielo, pase inadvertida en un rincón de las aurículas o ventrículos, dichosa si en el centro está su Hijo.  Para Thomas Merton solo era un bello mito, pero advirtió la necesidad de confiar en ella. Le dedicó un poema en agradecimiento por su amor e  intercesión, se lee en su autobiografía La montaña de los siete círculos (aquí podéis descargarlo).Transcribo los últimos versos:

Y mientras yo pensaba
que no había Dios ni amor ni misericordia,
tú no dejabas de guiarme al centro mismo
de Su amor y Su misericordia,
llevándome, sin ser consciente yo de ello en absoluto,
al hogar que habría de ocultarme
en el secreto de Su rostro.

      «En el nombre del padre inaugura la señal de la cruz. En el nombre de la madre se inaugura la vida» (Erri De Luca). Y bastó una palabra «sí» para ser la gloria de Dios en la tierra. Esta semana me han dicho que gloria no es algo abstracto, es la huella concreta de su paso, la estela que permanece –sus señales de vida, modestos mensajes-, por eso su primer mandamiento es: ¡Escucha! (…Y Dios se ilusiona en nosotros).

         
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(1)     Del breve poemario La vida de María.

Imagen: La Virgen de la Anunciación (Annunciata di Palermo), Antonello da Messina (1430-1479).

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