II Domingo de Cuaresma
(Mc 9, 2-10):
Qué costoso ha sido el camino de la revelación de Dios para hacerse comprender como Dios que apuesta por la vida de los seres humanos, ellas y ellos. Aceptó durante años que los hombres ofrecieran sacrificios a la divinidad percibida por ellos. Condescendió con su forma de expresar ritualmente la voluntad de unirse a la divinidad para regenerar su vida amenazada. Toleró la forma de compensar sus faltas, la forma de pedir por sus necesidades, con sacrificios y más sacrificios. Y hasta condescendió que hubiera tribus y pueblos y culturas que intensificaran su sentimiento religioso hasta con los sacrificios de seres humanos.
Alguien ha pensado que si es connatural con el ser humano el trabajo (homo faber) y el juego (homo ludens), no le sería menos connatural el matar (homo necans). ¿Podemos imaginar el primer homicidio entre los seres humanos, desde los orígenes en la evolución de los homínidos? ¡Qué asombro, pavor y sometimiento suscitaría en su entorno! Una vez despertada la conciencia y la libertad, el lenguaje hablado y la comunicación simbólica, la necesidad del trabajo y del amor, para subsistir y para trascenderse a sí mismo en los otros, les debió entrar la tentación del dominio sobre el hombre y su hábitat. Más allá de la lucha por la subsistencia en medio de la naturaleza, las culturas no prescindieron de la guerra y de la muerte. No conocemos un estadio histórico previo sin dicha tentación de dominio sobre los otros. ¿Qué añadía el matar? El “espejismo del poder absoluto”, el dominio de los semejantes, sometidos todos a los pies del que levantó la mano cainita.
Pero aún llega un momento en la historia de la humanidad en que, en virtud de su comprensión de la vida, la naturaleza y lo sagrado, buscan un sacrificio de comunión perfecto, al ofrecer a lo más querido, el hijo único o la hija querida. No los movía la consecución del poder. Pretendían sellar así una ansiada salvación total, garantizada por el sacrificio total, el mayor precio. Los dioses no eran problema; al revés, colaboraban con esta pretensión engañosa de salvación absoluta, siendo así que ni ellos ni los hombres la podían garantizar. Ambos colectivos seguían sometidos al Destino ciego. Y, mientras tanto, ¿qué hacía Dios, el Dios uno y de todos, el Dios vivo y personal? Dios que nos creó según su designio de amor y de comunión libre, sólo podía dejarse afectar por lo que hacía el ser humano y esperar. A su paciencia con el tiempo de la libertad humana, respondería con su poder de redención y resurrección, recogiendo uno a uno a todos los caídos de uno o de otro modo.
En efecto, parecía que Dios callaba. Pero un pueblo recuerda a uno de sus patriarcas, a Abrahán, y nos transmite un antiguo relato (Gn 22,1-18), en el que se nos muestra un contraste en términos desgarradores y, al mismo tiempo, esperanzadores: “Toma a tu hijo, el único que tienes, y al que tanto amas, dirígete a la región de Moriá y, una vez allí, ofrécemelo en holocausto, en un monte que yo te indicaré”. El relato sabe bien ya que eso no es lo que el Dios vivo quiere, y lo plantea como una “prueba”. Pero el relato evoca tiempos antiguos en que se daba el sacrificio del primogénito, y en el caso del nómada Abrahán como expresión de su mayor fidelidad a su Dios. A continuación, viene la palabra verdadera de Dios: “No alargues la mano contra el muchacho ni le hagas nada”. El Dios vivo que quiere salvar lo humano no pide el sacrificio, sólo la fe, a la que vinculó su promesa que aún sigue vigente: “todas las naciones de la tierra se bendecirán con tu descendencia”. Benditos los creyentes en el Dios de la vida, en vosotros se bendecirán todos los vivientes.
La descendencia, el hijo de Abrahán, el verdadero Isaac, es Jesús, y ya no será víctima de un sacrificio religioso, sino de una injusta condena a muerte. De éste, Dios nos dice: “Este es mi Hijo amado, escuchadle”. El Padre, nombre del Dios vivo, tomó a su Hijo único, a su Amado, y nos lo confió, hombre en medio de los hombres, a riesgo de perderlo. No podía querer su muerte ni nuestra muerte; y de nuevo parecía que Dios callaba aquel Viernes santo. Pero no pudo callar ya más: nos lo mostró resucitado sin avasallarnos, sin saltarse nuestra libertad, bastó la fe y el amor.
Quedó patente que, de una vez para siempre, debíamos dar por cumplidos todos los sacrificios, que nunca más asociáramos al Dios vivo con la exigencia de los sacrificios o muertes de sus criaturas, y que nos dedicáramos por fin a la vida, a vivir para que otros puedan vivir, mejor, a vivir de modo que otros puedan vivir. Y si no lo hacemos así, y seguimos con una historia sacrificial, gritaremos que no es connatural al ser humano el matar, nunca más, nos deshumanizamos con ello, y que el ser humano no está adecuado a la muerte. Es la luz de la Transfiguración de Jesús, que desciende sobre nosotros desde el Tabor y desde el Calvario, desde la muerte y resurrección del Hijo de Dios, el Hijo unigénito y amado del Padre, nuestro Padre. ¡Nos humanizará escucharle, como nos humaniza escuchar a la Vida!
J.V.T.
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Imagen: El sacrificio de Isaac (1964), Marc Chagall.
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