IV Domingo de Cuaresma



(Jn 3, 14-21):

            Decíamos ayer…, que el designio de Dios al crearnos era compartir su amor en plenitud. Si se trataba de amor, sólo podía darse en relaciones con libertad. Así fue que los seres humanos evolucionamos hasta el despertar de la conciencia de nuestra libertad y sociabilidad. Lo que en la tradición bíblica, judía y cristiana, llamamos “pecado” es un desorden de dicha libertad, que en lugar de orientarse hacia su plenitud en el amor, se torna en fin en sí misma, en libertad total, libertad absoluta, libertad más allá del bien y del mal, libertad egoísta y satisfecha con lo que ella controla y domina, libertad a toda costa, incluso a costa de la libertad y la vida de los demás. La “conversión” de esa situación es un volver a ordenar nuestra libertad en diálogo con Dios y con las otras personas; dejar de imponernos, abandonar nuestra voluntad de poder o nuestro sueño de omnipotencia y bajarnos a nuestro noble lugar de hijos y hermanos.

            El pueblo de Israel padeció el exilio que le llevó a Babilonia. Lo entendió como consecuencia de sus pecados, por haber perdido el diálogo con el Dios vivo y creador de alianzas, y haber caído en relaciones injustas entre ellos y haber entrado en relaciones de dominio y violencia con los demás. Ciro el nuevo rey de los persas dio libertad a Israel para volver a su tierra, y ellos lo “vieron” como un enviado de Dios, como signo de la fidelidad de Dios a su pueblo; y soñaron con una nueva y definitiva Alianza de Dios con su pueblo, que pudiera ser luz para el resto de los pueblos, luz sobre lo que Dios quiere para todos los hombres. Vueltos a su tierra, reconstruido el Templo, reiniciados los ritos y refundada su Ley, recaían de nuevo en su pecado. Ni Israel ni los pueblos superaban sus recaídas en injusticias y violencias. Sólo algunos ejemplos de fraternidad y de reconocimiento del Dios vivo y de la vida. La historia humana seguía necesitada de redención y de quien pudiera ser su redentor.

            Vino Jesús, y hoy sigue levantado sobre lo alto, contemplado por muchos, cristianos o no cristianos, creyentes o no, y miramos al “traspasado”, sí, levantado sobre la cruz y resucitado con las huellas de su crucifixión. “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que le “vea”, o sea, para que todo el que descubra quién es y qué significa para los hombres, recobre una vida en libertad y amor que ya nunca acabará. Y ¿qué es lo que hay que “ver”? Que “tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo unigénito, para que no perezca ninguno…”. Un “exceso de amor” es lo que quizá pueda convencernos del absurdo de nuestros pecados, del sinsentido de unas relaciones de poder y dominio, de explotación e injusticia, y todo por un egoísmo autosuficiente o un miedo esclavizante, que nunca podrá satisfacer el anhelo del hombre. Sólo la libertad para el amor puede satisfacer su anhelo. Decimos que quizá un exceso de amor sea lo que pueda convencernos, porque los excesos de castigos o el rigor de la justicia nunca han evitado el recaer más pronto o más tarde en el pecado, injusticia o violencia. “Mirarán hacia el que traspasaron”… “Tanto amó Dios…” ¡Un exceso de amor de Dios por nosotros!

J.V.T.

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Imagen: Profeta Jeremías (1968), Marc Chagall.


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