Domingo II de Adviento y fiesta de María Inmaculada en su Concepción
La verdad de nuestra fe más extraña al mundo moderno y piedra de tropiezo con la Reforma protestante. Celebramos a María, mujer de Nazaret, Inmaculada en su concepción por ser redimida y liberada del pecado del mundo, en previsión de que iba a ser la madre del Redentor, el Hijo de Dios que nacería de ella. Fue un acontecimiento de gracia, la gracia de la elección de Dios y de la redención de la criatura humana. Dicho acontecimiento en la historia de Palestina del siglo I era la aurora del gran acontecimiento histórico de Jesús de Nazaret.
Grande por su singularidad. Se trataba del Dios uno y Dios de todos, que venía en persona histórica a hacerse humano como nosotros, para que, compartiendo nuestra vida y muerte, nuestra humanidad y nuestra deshumanización, nos ofreciera su redención. Pero no a la fuerza, sino contando con la libertad humana. Ahí entra la libertad de María. Sí, su libertad. Porque esta gracia anticipadora de la redención, no le evitó a María que debiera caminar como cada uno de nosotros desde su “fe”, no desde la “visión” de la gracia.
El tipo de experiencia que estuviera en el origen del relato de la Anunciación (Lc 1,26-38), no le evitó que hiciera una verdadera “peregrinación en la fe”(LG 58); o sea, un ir de acto de fe en acto de fe, hasta la cumbre de su vida creyente y orante ante su hijo Jesús crucificado. Se le pedía su colaboración con el misterio, y ella pronunció la palabra que hace nuevas todas las cosas, fiat, hágase, hinnení, heme aquí, hágase. Tampoco nos falta a nosotros la gracia suficiente, pero nuestro punto de mira no debe ser, comparar nuestra gracia con la gracia recibida por María, bendita entre todas las mujeres, sino mirar a la mujer creyente, mujer sencilla de Nazaret, de nuestra raza humana como nosotros, que caminó viviendo en la fe los distintos acontecimientos y misterios, que le tocó en gracia vivir.
El Adviento nos habla hoy del Dios de “la paciencia y del consuelo”, y nos anima a identificarnos con los mismos sentimientos de Cristo Jesús en el misterio de su Encarnación de María, su hacerse humano y su crecer como humano con María y José, pacientemente, consoladoramente. Dios buscaba en Él rescatarnos del riesgo de nuestra deshumanización, no sólo a los judíos, sino también a los gentiles (Rom 15,4-9), a todos los pueblos de la tierra: redimirnos para Dios y para los hombres, redimirnos para nuestra dignidad, para nuestra plenitud. Gracia que se destinaba no sólo a los que le conocemos y amamos, sino a todo ser humano, le conozca o no. Esta bella historia de redención dio comienzo pidiéndole permiso a una mujer. María dijo sí, acogió la palabra que se le dirigía y nació la Vida.
Si alguien piensa que se trata de un mito más de redención, yo le diría que se lo piense un poco, pues los mitos no redimen la historia humana, dejan al ser humano en su fatalidad revelándole su tragicidad, pues sólo pueden remitir a un más allá desconocido en el mundo de los dioses. En cambio, en la historia de Jesús contemplamos una posibilidad de transformación de esta historia nuestra, hecha de belleza y horror. Por eso, hemos podido los discípulos de Jesús haber cometido tantos atropellos en la historia de estos veinte siglos, porque mezclamos la salvación con el “dominio”, y hoy nos arrepentimos de tantos hechos en la historia de la Iglesia de Jesús, que nos avergüenzan y escandalizan, a nosotros y a muchos otros.
Pudimos hacerlo mal y no acertar en la historia, porque sabíamos que lo de Jesús tenía que ver con esta historia nuestra, no sólo con un más allá. Buscábamos el reino de Dios en la tierra; y por mucho que lo buscábamos e imponíamos por medios nada aceptables (en esto coincidieron el cristianismo y el comunismo), intuíamos proféticamente que lo de Jesús tenía que ver con este mundo de injusticias y su Evangelio reclamaba ser socialmente vivido ya anticipadamente aquí.
No obstante haber tenido que aprender sufriendo, y hasta haciendo sufrir, que nuestros proyectos o instituciones sociales no eran aún el Reinado de Dios en la historia, en ningún siglo o generación faltó el mensaje original y fresco del Evangelio que busca la salvación de los hombres en esta historia, y que no nos saca de la historia hacia otros mundos. No faltaron muchas personas, vidas ejemplares para el resto de los humanos, vidas transformadas por el Evangelio de Jesús, vidas entregadas, como la de Jesús, para la vida del mundo, ese mundo humano concreto y situado en cada tiempo y lugar. Sí, vidas entregadas para la vida y dignidad de sus contemporáneos. Suele llamárseles santos; ah, y muchas santas.
Hoy al recordar a Santa María desde su Concepción hasta su Asunción, mientras hizo su peregrinación en la fe, contemplamos en ella lo humano redimido, la humanidad creyente y fiel a quien nos comunica nuestra dignidad indestructible. Solo Dios salva definitivamente lo humano, en la tierra como en el cielo. Lo humano no está destruido del todo, hay mucho “redimible” en las personas humanas.
Quien lo cree, se compromete con toda su vida a rescatar lo humano, las personas, de su posible deshumanización; y, por ello mismo, también se compromete a salvar la tierra de su posible destrucción, porque, que se sepa, el planeta tierra ha sido el único lugar donde ha podido crecer esta criatura espiritual, capaz de libertad, conocimiento y amor. Sí, capacidad de un amor hasta la donación de la vida, por amor a la Vida que se nos ha dado, por medio de la evolución y la creación. Nadie se dio la vida a sí mismo. Nos nacieron. No es irracional pensar que debe haber un dador de vida; vamos, Alguien que sea Vida en mayúsculas. Jesús resucitado y María inmaculada y asunta con su hijo resucitado, hoy nos hablan de la Vida, digna de Dios y digna de la criatura humana.
J.V.T.
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Imagen: Inmaculada Concepción (1618), D. Velázquez. National Gallery, Londres.
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