Dios… ¿de qué Dios hablamos?
A lo largo de muchos siglos (pensamos que unos 18 o 20 siglos antes de
Jesús) Dios ha ido poco a poco manifestando quién era Él en persona y qué
esperaba de sus criaturas espirituales, los seres humanos. Su Espíritu ya había
acompañado a los hombres en diversas formas religiosas, ya había suscitado
sabios y santos que guiaban a los distintos pueblos, algunos fundadores o
reformadores de religiones que nacían a partir de la experiencia de lo divino
que habían tenido.
Pero los hombres, leyendo la
naturaleza, siendo dóciles a las buenas inspiraciones que les venían desde su
conciencia, y con la experiencia de personas místicas o sabias, no siempre
acertaban en su acceso al misterio de lo divino y experimentaron la capacidad
de hacer mal a sus semejantes. Convenía que Dios mismo mostrara en persona su
ser y su voluntad al crearnos. Por eso, eligió a unos hombres y les educó como
pueblo que fueran conociéndole y aprendieran a ser fieles a su voluntad. Quería
que aprendiéramos los humanos que era un Dios de amor, alianza, comunión.
Pero el amor, los hombres no lo
podemos aprender, si no experimentamos que somos personalmente amados. Su
estrategia para revelarse como un Dios de amor y comunión fue elegir un pueblo
haciendo historia con ellos, corregirlos cómo se imaginaban a Dios, marcar la
diferencia respecto de otros dioses vinculados a la naturaleza, y hacerles
experimentar a ellos una predilección, una experiencia de ser amados, elegidos
para una alianza de fidelidad.
Pero esa elección amorosa y
compasiva para con ellos, era la estrategia que usaba su amor para que ese
pueblo, lo llamamos Israel, pudiera hacer experimentar a otras personas y otros
pueblos lo mismo que ellos habían conocido: que Dios amaba a sus criaturas
humanas y nos quería fraternos, compasivos y misericordiosos unos con otros.
En lugar de entenderlo así,
malinterpretaron como privilegio exclusivo el haber sido elegidos por el Dios
uno y creador del universo. Suscitó el Espíritu profetas a lo largo de los
siglos que recordaron que la Alianza que Dios había hecho con ellos, les
comprometía para ver en los otros, incluso en los extranjeros, hermanos suyos.
Tan difícil resultaba esa mirada universal que, al fin, en lugar de enviar más
profetas, Dios en persona quiso hacerse presente en su Hijo Jesús de Nazaret,
nacido de mujer, para revelarnos cuánto amaba a los hombres.
El amor que nos mostró en Jesús
llegó hasta el extremo de hacerse uno con nosotros y caer víctima de la
injusticia humana, para enseñarnos que ninguna situación humana, por mala que
fuera, podía apartarnos del Amor del Dios manifestado en Jesucristo. Jesús
murió y resucitó y envió a sus discípulos, llenos ya de su Espíritu, a anunciar
su Evangelio universal, y decir a los hombres de todas las religiones y
culturas que la divinidad que adoraban o el ideal al que aspiraban, era un Dios
personal, Amor, Comunión, Vida, Creador y Redentor de los seres humanos, y que
se nos había comunicado así, en Jesús su Hijo y en su Espíritu, derramado ahora
en nuestros corazones.
Así es como hemos llegado a conocer
que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo en una comunión de amor, de la que se
nos ha querido hacer participar al crearnos y al redimirnos. Demos gracias al
Dios vivo y amante en Jesús, porque al conocerlo y amarlo vemos que es un Dios
digno del ser humano, lo más coherente con la existencia humana en la
inmensidad del cosmos y del tiempo. No estamos perdidos. Somos redimibles.
Alguien nos espera y acompaña, y es amor.
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