Jesús sorprendido y agradecido


(Mt 15, 21-28)

Cuando he escuchado y proclamado la palabra de Dios celebrando la misa, me ha parecido que traía un mensaje muy bello para nuestros días, pero difícil de asumir por los fieles creyentes y más difícil para los alejados de la fe.

Se trata de que Dios, para darse a conocer, no lo hace difundiendo una doctrina sobre la divinidad sino que, siendo amor, nos hace experimentar humanamente el ser personalmente amados. Eso implica sentir la fidelidad de Dios, la particularidad de su amor concreto por mí. Si no fuera así, ¿entendería yo lo que es amor? En el amor todo comienza en ser personalmente amados; si no es así, no me entero, solo imagino lo que puede ser amor viendo conductas y escuchando palabras en los otros. Trato de imaginar o adivinar, pero si no me sé amado, no puedo empatizar bien con quienes sí que lo viven.

Todo este preámbulo es para hacer comprensible que Dios se escogiera un pueblo y concretara su alianza con él, con ellos.

Pero este no es sino el primer momento de la experiencia de amor. El segundo es aprender a amar como Dios ama. Superar el ser particularmente amados como beneficio propio, ventaja que otros no tienen, porque de alguna forma me lo habré merecido.

Error en el que cayó muchas veces en la historia el pueblo de Israel. Hoy le recuerda el profeta del final del exilio y vuelta a la tierra, que en medio del pueblo de Dios hay extranjeros que respetan el nombre de Dios, trabajan con ellos y guardan el descanso del sábado en respeto a ellos y beneficio de su merecido descanso. Merecen un trato justo y bueno aunque no sean de descendencia hebrea ni pertenezcan al pueblo de la Alianza.

Luego, Pablo recuerda a sus connacionales que ellos rechazaron al Mesías Jesús y así se abrió la puerta para ser anunciado entre los gentiles, por quienes también había entregado su vida. Unos y otros necesitaban ser redimidos, todos habían, habíamos, pecado.

Por último, Jesús, anunció la llegada del Reino de Dios tratando de reunir a los hijos perdidos de Israel. El Dios de la Salvación venía, y llegaba por los judíos, últimos supervivientes del pueblo de la Alianza y elección. Por eso, Jesús se lo recuerda a la mujer cananea. Cuando esta capta la alegoría del pan de los hijos, que no se les debe quitar para dárselo a los perritos, y no se lo discute ni se ofende, le retruca la alegoría porque no le convence, e insiste: "Tienes razón, Señor; pero también los perritos comen las migajas que caen de la mesa de los amos". Jesús solo puede exclamar, sorprendido y agradecido: "Mujer, qué grande es tu fe". Lo que nunca dirá de ninguno de sus discípulos. Sólo de su madre María, la bienaventurada por que creyó la palabra de Dios y la encarnó.

Le viene a decir que con su fe en Dios y su sobreabundante bondad, que debe alcanzar incluso a los que no han conocido su amor de predilección, ella cumplía el objetivo buscado en la revelación bíblica de Dios, que todos llegaran a conocer su amor y, sanados, levantarse para amar como Él ama. Dios busca hacernos discípulos de su amor, porque solo la persona puede salvar la persona, y si nosotros hemos conocido la experiencia de su amor, la debemos hacer posible en los otros, amándoles como Dios les ama; de este modo llegaremos a ser discípulos misioneros de su amor.

"Mujer, me has recordado cual era mi misión, para lo que el Padre me envió. Solo se explica porque mi Espíritu te ha enseñado lo que es amar, has sido buena y fiel discípula ya. Vete, al fin, a vivir con tu hija lo aprendido y hazlo experimentar a los otros".

J.V.T.

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