Bienaventurados los pobres… ¿Opio del pueblo o verdad esperanzadora?
El evangelio de las Bienaventuranzas nos
llega con la Fiesta de Todos los Santos. Leemos en el Apocalipsis: “Estos son
los que vienen de la gran tribulación; han blanqueado sus túnicas en la sangre
del Cordero”. Extraño modo de blanquear con sangre. Como la pintura de “El
ángel herido”, de un blanco que no borra totalmente la señal de sangre bajo las
alas, llegamos todos tocados al final. Dos trajeados portadores inconscientes
nos acompañarán y nos mirarán serios. Pero el punto de llegada se llama Cielo,
Reino de Dios, Bodas del Cordero, de tantas formas como imágenes de la
esperanza después de la lucha y la muerte. Dos miradas hoy: a los santos y a
los difuntos. ¿Los mismos? Sí y no. Unos, felices, aunque con la señal de sus
heridas. Los otros, heridos por la lucha, humillados por la muerte, pero
felices porque purificados han de recibir el abrazo eterno de quien los
reconoce como “hijos”.
Ellos
los llamamos “felices” (beati), lo consiguieron, optimismo, es posible
alcanzar lo que el ser humano desea, la felicidad, y no por un día, por
siempre. Llega. Llegará. En vida terrena lloraron muchas veces por ellos mismos,
o por sus hermanos. Lloraron sus pecados o los del prójimo. Lloraron por incomprensiones
o rechazos, y lloraron por solidaridad con los que lloran. Alegrémonos hoy con
todos los santos que tuvimos cerca, a nuestro lado, o cuyo testimonio de vida
nos hizo mucho bien.
El
Papa Francisco escribe: «“Felices los que lloran, porque ellos serán consolados”.
El mundo nos propone lo contrario: el entretenimiento, el disfrute, la
distracción, la diversión, y nos dice que eso es lo que hace buena la vida. El
mundano ignora, mira hacia otra parte cuando hay problemas de enfermedad o de
dolor en la familia o a su alrededor. El mundo no quiere llorar: prefiere
ignorar las situaciones dolorosas, cubrirlas, esconderlas. Se gastan muchas
energías por escapar de las circunstancias donde se hace presente el
sufrimiento, creyendo que es posible disimular la realidad, donde nunca, nunca,
puede faltar la cruz».
Este
es ¡el maravilloso misterio de la redención! Por una parte, Dios respeta
nuestra condición histórica, cultural, donde crecemos y como crecemos a la
libertad. Dios respeta todos los condicionamientos de nuestra libertad y
dignidad que Él nos da.
Dios
respeta su creación, pues su secreto era y es bueno: creó por amor, nos
sostiene por amor y nos cree capaces de amar, plenitud de nuestra libertad. Por
eso, respeta también nuestra fragilidad, limitaciones, debilidades, tentaciones
y caídas, hasta permite los daños provocados por nosotros. Respeta, incluso
cuando seres humanos quieren hacer el mal. Se dice, en verdad, no sabían lo que
estaban haciendo. Así que, siendo responsables de lo que hicieron, nunca los
doy por perdidos del todo; son redimibles, recuperables, rescatables.
Dios
respeta y ama nuestras pobrezas, lágrimas, pequeñez o impotencia; la sed de
justicia; los sentimientos de compasión y limpieza de corazón, aunque a veces
nos sintamos traicionados; la voluntad de poner paz, aunque a veces recibamos
golpes de las dos partes, el riesgo de ser perseguidos, ofendidos, calumniados…
Porque, al mismo tiempo, nos dice “bienaventurados”, “felices”, haced fiesta
conmigo, porque Yo estoy con vosotros, y vosotros estaréis conmigo
definitivamente, como tantos santos ya lo están.
Nunca
dejaremos de intentar hacer el bien, procurar leyes más justas y hacer justicia
según los derechos humanos. Debemos intentar mejorar la situación de los seres
humanos en circunstancias de menesterosidad. Debemos esforzarnos con
inteligencia y voluntad por atender, por todos los medios, el derecho a ganarse
el sustento con el trabajo, con estructuras económicas, productivas,
comerciales, y de consumo sostenible para todos. Ahí ponemos nuestras
capacidades y talentos para pensar en el bien común. Pero, al mismo tiempo,
somos conscientes, después de los tres últimos siglos de la historia de la
humanidad, que no podemos traer el cielo a la tierra, que no podemos hacer justicia
a cuantos anhelos anidan en el corazón de cada ser humano. Solo Dios, el
reinado de Dios.
A
partir de esta convicción, también tomamos consciencia de nuestras pobrezas, de
nuestro con-dolernos con los que sufren, de nuestra necesidad de misericordia y
de ejercer la misericordia. En ese momento, podemos volver a la paz interior
escuchando decir a Jesús: Bienaventurados vosotros los pobres, humildes y
humillados en vuestra voluntad de poder, vosotros que no podéis apagar vuestra
hambre y sed de justicia, aunque lo seguiréis intentando. Felices, porque
habéis recuperado vuestro lugar en el mundo, como criaturas valiosas solo
porque sois amadas por Dios, no por lo que creéis valer o por vuestra
autoafirmación. Felices. Paz. Dios responde por vosotros.
Comentarios
Publicar un comentario