“Sé vivir en pobreza y en abundancia” (Pablo en Flp 4,12)
¿Qué sabiduría es esa de poder vivir en la
pobreza y en la abundancia sin perderse como persona? Pensemos: ¿Cómo se puede
perder más la persona, en la pobreza o en la abundancia? Concluiremos que en
las dos condiciones se puede “lograr” o “malograr” la persona. Entonces, ¿por
qué se nos ha hecho casi imposible vivir sin tener bienes, acumular bienes,
asegurarlos, comer de todo, poder comprar de todo, poder conectarse en todas
partes, poder viajar a todas partes…? Esta sed insaciable es común a todos, ya
partan de su pobreza o de su abundancia. Siempre se desea más, o lo que no se
posee, o lo que no se puede hacer. Ahora es un sentimiento acentuado por la
amenaza del coronavirus y por la crisis económica.
Parece
que no sabemos vivir en paz y fraternidad ya sea en la pobreza o ya sea en la
abundancia, porque todos llevamos inoculado el virus del consumismo y el deseo
de “tener, poder y disfrutar”, que despierta. Nos falta sabiduría. Esa
sabiduría que nos dice que lo que proyectamos como el mayor disfrute no puede
ser cuantitativo, cantidad de cosas, sino cualitativo, calidad de persona y
calidad de vida.
La
plenitud del disfrute y gozo, ¡no es para esta vida! Ése es el engaño que sufre
la mayor parte de gente; no parar hasta poder comprar de todo y la última novedad.
En verdad, la plenitud sólo se puede evocar poéticamente, como hace hoy Isaías:
“Aquel día, el Señor del universo, preparará para todos los pueblos, en este
monte, un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares
enjundiosos, vinos generosos. Y arrancará de este monte el velo de luto que
cubre a todos los pueblos…” (Is 25, 6-10). La plenitud del ser humano se
recibe, porque si no se llega a comprender que es un “don a recibir”, nunca
logra el ser humano alcanzarla. Si la espera el ser humano de sí mismo se
violenta la plenitud y se deshace entre las manos.
Esta
es la sabiduría que necesitamos: saber vivir en pobreza y en abundancia, porque
eso significa que sabremos limitar nuestro desear ilimitado de
cosas; y, entonces, ¿qué pasa? Que empezaremos a valorar la calidad, el ser
persona, el ser más que el tener, lo que vale, y podremos apreciar lo que nos
llena de verdad, lo que nos llega de los otros, también personas capaces de
amar y de libertad. Sólo bajo el horizonte de ese misterio del amor y la
libertad se puede alcanzar la plenitud que anhelamos; lo cual incluye contar
con los otros, incluso, con el misterio del totalmente otro, Dios, menos que
persona nunca.
Sólo
esperaremos de Dios la plenitud de nuestros deseos. Con Él aprenderemos a
caminar en pobreza y en abundancia. Aprendamos a pensar que dispongo de lo
suficiente, y aun me sobra para compartir fraternalmente con otros. Nos
confiamos al Señor y pastor de nuestras vidas de quien nos vendrá todo bien. El
Señor es mi Pastor, nada me falta (Sal 22,1-6). Aceptemos hoy la invitación a
la Fiesta, al banquete de bodas de la parábola de este domingo (Mt 22,1-14). No
se puede expresar mejor la plenitud según el mundo bíblico que con la fiesta de
un banquete de bodas, y más si es la nuestra. Jesús se nos ofrece como el
esposo.
Si somos de los primeros invitados, no respondamos con excusas; no tiene color, no tiene comparación, entre lo que se nos ofrece y lo que nos retiene para no acudir. Si somos conocedores de la invitación por pura casualidad o por pura gracia, confiemos en lo que se nos promete. Por los caminos de la vida y las encrucijadas que se nos han presentado, ya tendremos experiencia de lo que nos llena de verdad o no nos llena. Y si aún soñamos con el próximo viaje por nuevos caminos para experimentar la felicidad, de momento, aceptemos la invitación al “viaje espiritual” de amor y libertad, de fiesta en fraternidad ya, el que nos ofrece Jesús y su Evangelio.
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