Ermitañas y ermitaños en la ciudad. Los eremitas de hoy viven en la ciudad
Su
número crece cada día. Pasan su vida en oración, no temen la pobreza y rechazan
cualquier jerarquía. Su fuerza está en contradecir el espíritu del tiempo. La
Iglesia ha decidido reintegrarles en el Derecho Canónico (can. 603). Lo que no
quieren es, justamente, ser noticia. Buscan el silencio y la discreción. Su
puerta permanecerá cerrada para quien se acerque como periodista, o simplemente
como curioso. Tengo el privilegio de conocer a algunos personalmente, pero no
tendría acceso alguno a sus escondrijos si violase la promesa de no dar nombres
ni direcciones. De todos modos, si alguien quiere buscar su rastro, que no los
busque en lugares inhóspitos: es mucho más probable que los encuentre en las
buhardillas de los centros metropolitanos. Me refiero a los eremitas. Han
regresado por la puerta grande, su número crece cada año, aunque pocos lo
saben, como es obvio, dado su empeño en pasar desapercibidos. La Iglesia, en
cambio, sí sabe de ellos, y ha decidido volverles a dar un sitio dentro de su
estructura, pues el Código de Derecho Canónico de 1917 los había ignorado. No
por hostilidad, sino porque parecía que formaban parte de una página cristiana,
larga y gloriosa, pero definitivamente cerrada.
Una página que se inició cuando
en Oriente miles de creyentes huyeron al desierto o a las montañas: grutas y
chozas se llenaron de solitarios que luchaban tanto contra leones y serpientes
como contra diablos tentadores. La fama de sus ayunos, de las penitencias, del
silencio ininterrumpido provocaba la afluencia de discípulos, y con frecuencia
el solitario se veía obligado a acogerlos, creando —a veces contra su voluntad—
una comunidad a la que dar una regla. También fue éste el destino de quien en
Occidente iba a ser el origen de la forma de monacato que marcaría los siglos
siguientes beneficiosamente. Benito de Nursia empezó como eremita pero su misma
fama de santidad le sacó de la cueva y le forzó a transformarse en maestro y
legislador de cenobios.
La Edad Media se llenó de eremitas, muchos de los cuales encontraban su sustento guardando cementerios, puentes o santuarios. El declive comenzó con el Concilio de Trento, que desconfió de los anacoretas porque eran incontrolables, y concluyó en el Siglo de las Luces y la Revolución Francesa que persiguió a estos «parásitos asociales» a los que también consideraba «fanáticos oscurantistas». En el siglo XIX el eremita quedará relegado a ser casi un personaje de novela romántica, al estilo Conde de Montecristo. Dentro de la Iglesia, la vocación a la soledad había quedado canalizada desde hacía tiempo a través de órdenes religiosas como las de los cartujos o los camaldulenses, en las que el aislamiento va unido con la comunión con los hermanos en la oración y en la conversación.
Se decía que el silencio de Código eclesiástico de 1917 era significativo: ya no quedan anacoretas, fuera su regulación. Y en cambio, esta vocación —rara, pero insuprimible— desde luego no había desaparecido, sino que se incubaba bajo las cenizas, de modo que el nuevo Código publicado en 1983 ha tenido que levantar acta. En el segundo inciso del canon 603, la Iglesia reconoce oficialmente a los ermitaños como «consagrados» si «mediante voto u otro vínculo sagrado, profesan públicamente los tres consejos evangélicos (pobreza, castidad, obediencia) en manos del Obispo diocesano», y si el mismo Ordinario del lugar les aprueba una regla que ellos mismos hayan redactado. Una legislación light, con requisitos mínimos, pero tal y como es obligado para una elección de vida inspirada por la obediencia a la Iglesia y a la lectura más rigurosa del Evangelio a la vez que por la libertad y la autonomía de los hijos de Dios que siguen una vocación particular y del todo personal.
Las estadísticas son difíciles,
por no decir imposibles: aunque se les conoce, muy raramente los ermitaños
responden a los cuestionarios. Ahora ha aparecido la investigación de los
jesuitas americanos en las páginas de su revista cuatrimestral para consagrados
Review for Religious. Hay que reconocer que esos religiosos americanos
han tenido cierto éxito, pues de una muestra de 600 eremitas en todo el mundo
han conseguido 140 respuestas. Una miseria para cualquier otra categoría
social, pero todo un éxito dentro de la anómala categoría de los ermitaños,
que, si nos atenemos a las valoraciones fiables, contaría en todo el mundo con
veinte mil personas. En Italia de mil a mil doscientos, divididos casi igual
entre hombres y mujeres. La inmensa mayoría es católica, aunque no faltan otras
confesiones cristianas y otras confesiones. Como alguien ha señalado, el
anacoreta es el más ecuménico entre los creyentes porque recupera —viviéndolos
todos los días— los valores que unen todas las confesiones: oración,
penitencia, sacrificio, ayuno, alejamiento, contemplación.
Parece que entre los nuevos
ermitaños italianos también se cumple lo que revela la investigación americana,
según la cual, solamente un dos por ciento ha elegido vivir en cuevas o sitios
por el estilo, como galerías subterráneas. Ni la mayoría se encuentra en el
campo o en las montañas. En realidad, el mayor número de los ermitaños actuales
es «metropolitano». La gran ciudad es el verdadero sitio de la soledad, del
anonimato, del combate silencioso contra los nuevos demonios. La mayoría tiene
entre cincuenta y sesenta años, y son rarísimos los que están por debajo de los
treinta. No hay más que recordar el viejo proverbio: «A joven ermitaño, viejo
diablo». Todos los maestros de la vida espiritual han enseñado siempre que una
vocación así distingue a una élite de hombres y de mujeres particularmente
experimentados. De hecho, en el eremitorio no se tiene el apoyo de una
comunidad fraterna; la soledad y el silencio constantes son un gozo sólo para
quien realmente ha sido llamado; ni siquiera se cuenta con un hábito o un
distintivo.
No sólo: la obligada pobreza se
convierte muchas veces en miseria, sobre todo para quienes han encontrado en la
ciudad su «desierto», dado que el anacoreta buscará huir de toda «dispersión»,
y por tanto, de los trabajos en fábricas u oficinas, con lo que vivirá de las
pequeñas cosas que pueda hacer dentro de sus modestísimas cuatro paredes. Esto
casi nunca asegura unos ingresos suficientes para que una vida no se deslice
desde la pobreza hasta la indigencia. Ésta es una de las razones por la que
muchos esperan a tener una edad suficiente para una pequeña pensión, aunque sea
mínima, que les permita cultivar en paz su propia vocación. En general tienen más
suerte para el sustento diario aquéllos que tienen su cabaña en el campo.
Todas las experiencias dan fe de que los inicios son difíciles por la desconfianza de los paisanos que se preguntan quién será ese «forastero» extraño que, por lo general, tiene un aire distinto (la mayoría tiene título universitario), que no recibe visitas, que no tiene ni teléfono ni televisor, que se va a la cama con las gallinas y se levanta con el alba y que sólo cruza con los demás —párroco incluido— las mínimas palabras indispensables. De modo que la primera visita, por lo general, es la del policía local, alertado por las observaciones de los vecinos. Después, poco a poco, se acepta al «forastero» como un miembro de la comunidad, algo extraño. Aunque la mayoría son laicos, también son numerosos aquellos sacerdotes, frailes o monjas que llegan a la vida eremita tras muchos años en comunidades tradicionales. Son los más afortunados, pues una vez que se les concede el permiso para dar el paso a esta nueva forma de vida, suelen tener la ayuda de la familia religiosa de la que proviene.
En el ermitaño hay un rechazo radical de la lógica mundana, para la cual sólo la acción, la política, el compromiso social, las inversiones económicas pueden cambiar el mundo para mejor. Él, por su parte, ha respondido a una llamada que le ha hecho comprender hasta el final que sólo quien entrega su vida la salva, y que el modo más eficaz de amar y de ayudar es el de sepultarse bajo el anonimato, el silencio, la impotencia, creyendo hasta el fondo en los misterios vínculos de la «comunión de los santos». Creo que esto es lo que quería decir la inscripción que vi en la pared de la habitación de un anacoreta en una casa deteriorada del corazón de Turín: «El que va al desierto, no es un desertor». Nada de desertor, sino más bien un creyente que, en vez del activismo constructivo sólo en apariencia, ha decidido practicar la forma más alta de caridad en la perspectiva evangélica: la oración ininterrumpida por todos, en la soledad y en el silencio más radicales.
Vittorio Messori
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Imagen: València, carminis.
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