4º Domingo de Cuaresma
En la historia de la Alianza de Dios con los hombres, después de la Alianza cósmica con Noé y toda la humanidad, de la Alianza con Abrahán, padre en la fe en el Dios vivo de la promesa, y de la Alianza con Moisés y el pueblo hebreo liberado de la opresión en Egipto, los descendientes que les siguieron, en el reino de Israel y en el reino de Judá, acabaron exiliados en Babilonia. Allí, en el exilio, con el dolor por la pérdida de su tierra y el Templo, según leemos hoy (2Cro 36,14-23), tomaron conciencia de sus grandes infidelidades a la Alianza con Dios, y de sus grandes injusticias entre los hombres, entre ellos. En el exilio, les vino la nostalgia del Dios vivo, al que habían dejado de lado, por otros dioses, las divinidades cananeas, que creyeron más útiles y eficaces, y menos comprometedores para sus conductas. Nostalgia y duelo que canta el Salmo: “Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti” (Sal 136,1-6).
Entonces, los profetas Jeremías y Ezequiel apuntaron a una Nueva Alianza. “Mirad que llegan días en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una nueva alianza […]. Meteré mi Ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jer 31,31-40). “Los llevé a naciones lejanas, los dispersé por tierras extrañas, pero yo mismo fui para ellos un Santuario […]. Os reuniré de los países en los que estáis dispersos […]. Les daré un corazón nuevo e infundiré en ellos un espíritu nuevo: les arrancaré el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que sigan mis preceptos […]. Ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios” (Ez 11,17-20).
Esta Nueva Alianza, pues, ya no debería basarse en un Código de leyes escritas en piedra o papiros, que se comprometía el pueblo a cumplir; sino que Dios mismo sellaría su alianza en los corazones. Con el conocimiento de la Ley no habían podido cumplir la voluntad de Dios. La Cierto que la Ley les daría conciencia de su pecado. Pero debía darse aún una verdadera conversión del corazón que la Ley no realizaba, pues no movía los corazones; a lo sumo, sólo les podía mover el temor al castigo.
Por eso, en el exilio, lejos de su tierra, sin templo, ni sacrificios, ni sacerdotes ni reyes, aprendieron que sólo “un corazón contrito y humillado” (Sal 51,17), como el suyo entonces, podía valer ante Dios. La Alianza de Dios con los hombres, sólo la podía garantizar Dios mismo. Él en persona, en la persona de su Hijo Jesús, fue quien pudo impactar al corazón humano, al sentirse éste amado y perdonado, y al contemplar la humildad de Dios que nos invita a la humildad y nos atrae por la ternura que sentimos ante la debilidad ajena. Así, débil y humilde se mostró Dios en Jesús, con su humanidad y su gran misericordia, su amor extremado en su entrega hasta la muerte en cruz, condenado por amar demasiado, por amar por encima de la Ley y del Templo.
“Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna” (Jn 3,14). Al ser levantado en la cruz, injustamente condenado, y al ser levantado del sepulcro, pudimos contemplar el amor que nos sana y nos salva. Creer en ese amor, dejarse amar por ese amor extremado de Dios, sentirse tan profundamente amado, es lo que hace que no podamos sino devolver amor, amar sin dudas, amar a Dios y al hermano. Pablo nos dice hoy: Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por el pecado, nos ha hecho vivir con Cristo Jesús por pura gracia. Y en el evangelio de Juan leemos: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna”. Una nueva evangelización sólo dará su fruto por algo que mueva o atraiga a los corazones de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Sólo el amor mueve al amor.
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