“Levántate, come, pues el camino que te queda es muy largo”
El pan bajado del Cielo es la persona del
Hijo de Dios hecho hombre en Jesús de Nazaret. En cuanto verdadero hombre se
conocía a su padre y a su madre. Cierto, pero su persona, sus palabras, sus signos,
su conducta hacia los hombres, despertaba una atracción. Era su Padre, Dios,
quien amándonos nos atraía hacia el amor que manifestaba su Hijo Jesús. Quienes
hemos sentido esa atracción por Jesús y su Evangelio de gracia y misericordia,
nos convertimos en “discípulos de Dios”. Escuchamos al Padre, al dejarnos
enseñar por su Hijo Jesús; aprendemos siguiendo a Jesús. Y este nos comunica
vida plena, vida no perecedera, vida ya eterna. Jesús se nos ofrece como el pan
de dicha vida en plenitud de lo humano.
Necesitamos alimentarnos dejándonos atraer
por Jesús, dejándonos enseñar por él, permitiéndonos seguir sus pasos, pasando
por la vida haciendo el bien y aliviando a los oprimidos por el mal. Hay que
estar atentos para no comulgar en las eucaristías sin amor a Jesús, sin
seguimiento de Jesús, sin entregarnos como Jesús. Se convertiría en un ritual
religioso, pero no comunión con la persona de Jesús. Si su alimento fue hacer
la voluntad del Padre, nuestro alimento es el mismo, imitar a Dios como lo conocemos
desde Jesús. Imitando a Dios en Jesús, no puede haber en nosotros amargura,
ira, enfados o insultos entre nosotros. Imitando a Dios en Jesús, sólo puede
salirnos la bondad, comprensión, perdón recíproco y una vida en el amor, como
Jesús nos amó y se entregó por nosotros. A ello nos anima la carta a los
Efesios de hoy.
¿Por qué no basta con el pan de cada día?
Éste es necesario y hay personas a las que no les llega y malviven o mueren de
hambre en alguna parte de la tierra. Pero lo hemos oído repetidas veces: “no
sólo de pan vive el hombre”. Necesitamos dejarnos alimentar, fortalecer,
inspirar por el Espíritu de Dios para acertar con nuestras vidas. El Espíritu
nos empuja a ver en Jesús el pan de la vida plena, lograda, ya no perecedera.
Cuando Elías desfallece en su caminar por el
desierto, se desea morir, tampoco es que su vida valga más que sus padres que
ya murieron. Pero Dios aún confía en él y le pone a su alcance alimento y le
anima diciendo: “Levántate, come, pues el camino que te queda es muy largo”.
También sería correcto traducir: el camino que has emprendido es superior a tus
fuerzas humanas. ¡Qué consolador es que Dios sepa que lo que nos pide,
humanamente ha de parecernos superior a nuestras fuerzas! Precisamente por eso,
se nos ofrece Él mismo a ser nuestro alimento.
La gente piadosa nos dice que Dios no nos
pedirá más de lo que podamos aguantar, así recupera el ánimo para seguir y
resistir. Pero también hay cristianos que alguna vez experimentamos que lo que
se nos ofrece es superior a nuestras fuerzas. El mismo Jesús lo experimentó en
Getsemaní. Abandonemos todo cálculo proporcional. Basta con saber que la sed de
Dios y de vida plena que anida en nosotros la vivimos criaturas muy frágiles y
vulnerables, muy capaces pero que una y otra vez chocamos con nuestros límites.
El desear humano le supera infinitamente al mismo hombre, pensaba Pascal. Dios
lo sabe y por eso se nos ofrece y se nos entrega sin sustituir nuestra libertad
y voluntad.
Fijémonos en la última palabra de Jesús en el
texto evangélico de hoy: “El pan que yo daré es mi carne, por/para la vida del
mundo”. El alimento que Dios nos ha puesto para culminar nuestro camino sin
desfallecer es la persona y vida de Jesús, sus palabras, sus signos, su
conducta, la conflictividad en que cae, su pasión, muerte y resurrección.
Decir que el pan que él nos da es su “carne”
es no olvidar su condición humana, su fragilidad y vulnerabilidad a pesar del
reinado de Dios que actúa con poder en sus palabras, milagros y conductas rompedoras
que muestran el señorío del amor Dios por encima de su Ley y Templo. Dios nos
ofrece todo poder salvador en Jesús desde el realismo de su “carne” humana,
frágil y vulnerable. No separemos lo que se nos da unido: comulgar con Jesús no
sólo es comulgar con el poder sanador de Dios, sino también experimentarlo
comulgando con su fragilidad y vulnerabilidad. No se nos ha dado otro modo para
que podamos ser salvos.
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