Jesús enseña a sus discípulos

 

Mc 9,30-37:

¿Qué enseñan los hombres acerca de Dios? Y ¿qué enseña Jesús acerca de Dios y de los hombres? Hay un gran contraste. Los hombres tienen a proyectar en lo divino las perfecciones humanas y cósmicas, imaginándolas realizadas sin límite alguno, en su plenitud infinita. Jesús nos “instruye” en su vida y evangelio que Dios, ese que imaginamos infinito y omnipotente, sin límite alguno, para redimirnos de nuestras situaciones sin salida, Dios mismo se hizo de nosotros, nacido de mujer, hijo de nuestra humanidad. Pero añade que “este Hombre tenía que padecer mucho, ser reprobado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas [o sea, las autoridades del pueblo], ser ejecutado y resucitar al tercer día. Se lo explicaba con toda claridad”.


La reacción al atentado del 11-S en Nueva York, la concibieron las autoridades estadounidenses como “justicia infinita” e invadieron Afganistán hace veinte años. Se olvidaron que no eran Dios. Y ni Dios mismo se nos ha querido mostrar como justicia infinita, que es nuestra proyección, sino como justicia determinada por su misericordia, lo que sólo podía realizar Él, y lo hizo en la cruz.


Dios no vino a dar una definición de Él, no quiso definirse a Sí mismo, sino quiso mostrársenos tal cual es, omnipotente creador y capaz de compadecerse de sus humanas criaturas; por eso, se autolimitó y se nos mostró hecho uno de nosotros, de nuestra carne y sangre, de nuestro espíritu y libertad, vulnerable y mortal. Pedro no piensa así y sigue proyectando en su mente y palabras que eso no puede ser de Dios. Claro, le reprende Jesús, “tú piensas como los hombres, no como Dios”. Y podría añadir Jesús: “esa es mi tentación como hombre que soy, seguir proyectándome omnipotente”. Pero no cayó en esa tentación.


Cuando Jesús continúa instruyendo a sus discípulos de camino de Galilea hacia Jerusalén, vuelve una y otra vez sobre lo mismo, ese nuevo modo de concebir a Dios y el ideal de lo humano, la prioridad para los seres humanos. Y vuelve sobre lo mismo porque va a costar asimilar que Dios no responda a nuestras proyecciones humanas sobre Él. Vuelve a insistir que no imaginen por los caminos de la victoria y el poder al Mesías, a Él, al Hijo del hombre que inaugura el reinar humano de Dios. Les pide que vayan haciéndose a la idea de que los caminos de Dios no son los caminos de los hombres, porque sólo Él sabe lo que necesitamos en verdad, lo que será nuestra salvación y lo que no lo será.


No es el hecho de ser entregado en manos de los hombres, que lo maten y que después de muerte resucite al “tercer día”, lo que reclama nuestra atención, ajusticiados e injusticias se multiplican en la historia. Es el sentido de aquel hecho histórico, el acontecer de Dios en Jesús, víctima inocente. Y el sentido es la condescendencia divina, su justicia con la obra de sus manos, la salvación de lo humano por el amor. Sólo el amor de Dios es digno de ser creído, sólo el amor de Dios abre a la confianza absoluta, sana las heridas, levanta la esperanza y pone al hombre y a la mujer en pie de libertad y de entrega, lo que será su plenitud humana.


Los hombres nos perdemos por otros derroteros, discutimos sobre “quién será el más importante”, discutimos y no avanzamos, competimos por ocupar todo el espacio, ganar a los otros su espacio, quedar nosotros como protagonistas. Jesús les instruye: “Mirad, quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Se cambia el orden establecido por los hombres, por un nuevo orden que Dios crea y recrea con nosotros. Por eso se nos invita a entrar en su forma de reinar entre nosotros.


Para desmontar nuestros esquemas de adultos y de fuertes que todo lo dominan o controlan, nos pone delante un niño y nos dice: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado”. La palabra es la “acogida” de alguien que nos desconcierta, nos descoloca y nos recoloca, nos devuelve a nuestro sitio en relación a la naturaleza, a Dios y a nuestro prójimo. Acoger al otro, y más si vive desde su fragilidad, es el ideal de lo humano, es lo coherente con los seres humanos. Aquí se trata de acoger el misterio del amor de Dios que fluye desde dentro y se manifiesta en las relaciones humanas y cósmicas.


Este misterio del amor que no huye ante el sufrimiento sino que lo llena de sentido es el que reclama toda nuestra atención, nuestra recepción y acogida, y nuestra bendición de acción de gracias.


J.V.T


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Imagen: Jesús y los discípulos (1308-1311), Duccio di Buoninsegna.

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